Los rituales escolares no
son cualquier actividad que se rutiniza, sino que son acciones que están
cargadas de un sentido, y que representan una experiencia colectiva. Tienen una
condición característica, que es la de generar emociones, porque implican a los
cuerpos, las palabras y la música de una manera especial. Si los rituales
pierden eficacia, se convierten en algo que se hace mecánicamente sin ninguna
emoción, significa que hay algo que está fallando, ya sea en la forma o en el
contenido de esos rituales.
Los actos en particular
representan a una determinada forma del ritual escolar marcado por el
calendario de las efemérides. Los actos son de las pocas oportunidades en que
los estudiantes de cursos diferentes comparten una actividad, y en ellos hay
una representación de la escuela ante sí misma. Pero al mismo tiempo, muestran
a las escuelas en conexión con una comunidad más amplia: la nación, la
comunidad, incluso la humanidad.
En esta doble característica
de los actos, la de ser una representación interna a la comunidad escolar al
tiempo que una construcción de identidades y vínculos con colectividades más
amplias, se encuentra el origen de varias tensiones que se fueron resolviendo
de manera diversa a lo largo de la historia. Así como también fue cambiando, y
mucho, el contenido de las identidades colectivas que se buscaron promover.
En este punto nos parece
necesario reflexionar y preguntarnos acerca de dos conceptos que, a nuestro
entender, resultan clave para pensar las tensiones en torno a la construcción y
significación de los actos escolares a lo largo de la historia: la idea de
representación y de identidad. Estos dos conceptos pueden servir para
explicarnos qué entramados políticos, ideológicos y culturales se presentan cada
vez que lo común se re-presenta en un
acto escolar.
¿Y cómo se relacionan la
representación y la identidad?
Tenemos, por un lado, un
conjunto de elementos o soportes que se usan para representar las ideas, los
que puestos en acto o en circulación otorgan sentidos y valores. Y a su vez,
estos valores establecen inclusiones y exclusiones, taxonomías y jerarquías.
Estos elementos o soportes, que
van desde narraciones, bailes, símbolos, músicas, hasta decoraciones y
disfraces, son portadores de sentido y representación, llevan a la escena un
sentido de la historia y de lo que se entiende por lo común. Son significantes
densos en los que se anudan historias y proyectos.
Un emblema o significante,
como lo es, por ejemplo, la bandera -que en tanto tela no tiene ningún sentido-
representa algo, que en este caso podría ser la Patria. Esta representación es
el producto de un trabajo, que es precisamente el “trabajo de representación”.
Porque es un trabajo que hay que hacer para que algo signifique un concepto:
una tela con dos colores representa o significa una idea, la Nación.
Ahora bien, parecería que la
bandera que significa la Nación es algo natural, dado, y no una construcción.
Parecería que no ha surgido de un arduo trabajo de representación, en el que se
hace significar a la tela algo que ella no contiene.
Quizás todo esto pueda
parecer un juego de palabras, y en cierto sentido es así. Veamos: la bandera
representa la Nación, la Nación representa a una comunidad con historias y
vivencias en común o compartidas. Pero: ¿qué es lo común que la bandera
representa?
Podemos responder a esto que
eso en común no viene con la bandera de una vez y para siempre, sino que cada
vez se actualiza y se re-presenta. Que cada acto, o re-presentación es trabajar
de nuevo por dar un sentido a la Nación, por explicar lo que es y preguntar si
en todo caso lo común que vendría con ella no se irá cuando “se retire la
bandera de ceremonia”.
Porque la Nación como algo
que nos une o nos hermana es solo uno de los sentidos puestos en la bandera,
construido por exclusión de otros, por selección de ciertos parámetros de
definición de lo común. Es algo común que no dice nada, si no se lo remite a
procesos y sujetos concretos, a problemáticas de exclusión material y
simbólica, que a la vez que afirma, borra diferencias de clase, género, edad,
sexualidad, etcétera.
Así, entonces habría un
trabajo por re-presentar en un acto escolar, que supondría un revisar los
sentidos que se anudan a los símbolos como si fueran algo que se da
naturalmente y no como disputas de sentido cargadas de cuestiones políticas y
sociales.
No hay nada natural ni
esencial ni en la bandera ni en la patria. La identidad nacional es una
permanente, inacabada, pospuesta ilusión, que no por ilusoria es menos real.
Qué sea esa identidad no es una pregunta por su esencia o por su naturaleza,
como si hubiera algo inmanente y trascendente, sino una pregunta por cómo la simple
enunciación de esa identidad es una estrategia de poder: a quiénes sirve hablar
hoy de una identidad nacional, para qué se lo dice, desde dónde, qué se quiere
lograr.
¿Qué es la argentinidad sino
un conjunto de discursos en disputa, una contienda de sentidos y proyectos?
Esto es lo que podría representarse en un acto para no acomodar a los
espectadores a una versión inocente o ingenua de la nacionalidad. Con seguridad
que los aprendizajes serían otros, y que el acto escolar sería una apuesta
pedagógica, que en el mejor de los casos nos serviría para cuestionar lo ya
dicho, lo naturalizado.
Creemos que, como futuros
trabajadores de la educación, que indefectiblemente nos vamos a encontrar con
el desafío de organizar varios actos escolares a lo largo de nuestro trabajo en
las escuelas, deberíamos poner quizá más energías en buscar creativamente cómo
representar escenas que movilicen, que conmuevan, que interesen y que hagan
pensar en qué nos une como comunidad. Pueden ser alegres o serios, dependiendo
de la ocasión. Pero lo deseable es que no sean banales, vacíos de sentido, y
que, en tanto rituales, no pierdan jamás la capacidad de conmover.