lunes, 25 de noviembre de 2013

Reflexiones sobre los actos escolares.

Los rituales escolares no son cualquier actividad que se rutiniza, sino que son acciones que están cargadas de un sentido, y que representan una experiencia colectiva. Tienen una condición característica, que es la de generar emociones, porque implican a los cuerpos, las palabras y la música de una manera especial. Si los rituales pierden eficacia, se convierten en algo que se hace mecánicamente sin ninguna emoción, significa que hay algo que está fallando, ya sea en la forma o en el contenido de esos rituales.
Los actos en particular representan a una determinada forma del ritual escolar marcado por el calendario de las efemérides. Los actos son de las pocas oportunidades en que los estudiantes de cursos diferentes comparten una actividad, y en ellos hay una representación de la escuela ante sí misma. Pero al mismo tiempo, muestran a las escuelas en conexión con una comunidad más amplia: la nación, la comunidad, incluso la humanidad.
En esta doble característica de los actos, la de ser una representación interna a la comunidad escolar al tiempo que una construcción de identidades y vínculos con colectividades más amplias, se encuentra el origen de varias tensiones que se fueron resolviendo de manera diversa a lo largo de la historia. Así como también fue cambiando, y mucho, el contenido de las identidades colectivas que se buscaron promover.
En este punto nos parece necesario reflexionar y preguntarnos acerca de dos conceptos que, a nuestro entender, resultan clave para pensar las tensiones en torno a la construcción y significación de los actos escolares a lo largo de la historia: la idea de representación y de identidad. Estos dos conceptos pueden servir para explicarnos qué entramados políticos, ideológicos y culturales se presentan cada vez que lo común se re-presenta en un acto escolar.
¿Y cómo se relacionan la representación y la identidad?
Tenemos, por un lado, un conjunto de elementos o soportes que se usan para representar las ideas, los que puestos en acto o en circulación otorgan sentidos y valores. Y a su vez, estos valores establecen inclusiones y exclusiones, taxonomías y jerarquías.
Estos elementos o soportes, que van desde narraciones, bailes, símbolos, músicas, hasta decoraciones y disfraces, son portadores de sentido y representación, llevan a la escena un sentido de la historia y de lo que se entiende por lo común. Son significantes densos en los que se anudan historias y proyectos.
Un emblema o significante, como lo es, por ejemplo, la bandera -que en tanto tela no tiene ningún sentido- representa algo, que en este caso podría ser la Patria. Esta representación es el producto de un trabajo, que es precisamente el “trabajo de representación”. Porque es un trabajo que hay que hacer para que algo signifique un concepto: una tela con dos colores representa o significa una idea, la Nación.
Ahora bien, parecería que la bandera que significa la Nación es algo natural, dado, y no una construcción. Parecería que no ha surgido de un arduo trabajo de representación, en el que se hace significar a la tela algo que ella no contiene.
Quizás todo esto pueda parecer un juego de palabras, y en cierto sentido es así. Veamos: la bandera representa la Nación, la Nación representa a una comunidad con historias y vivencias en común o compartidas. Pero: ¿qué es lo común que la bandera representa?
Podemos responder a esto que eso en común no viene con la bandera de una vez y para siempre, sino que cada vez se actualiza y se re-presenta. Que cada acto, o re-presentación es trabajar de nuevo por dar un sentido a la Nación, por explicar lo que es y preguntar si en todo caso lo común que vendría con ella no se irá cuando “se retire la bandera de ceremonia”.
Porque la Nación como algo que nos une o nos hermana es solo uno de los sentidos puestos en la bandera, construido por exclusión de otros, por selección de ciertos parámetros de definición de lo común. Es algo común que no dice nada, si no se lo remite a procesos y sujetos concretos, a problemáticas de exclusión material y simbólica, que a la vez que afirma, borra diferencias de clase, género, edad, sexualidad, etcétera.
Así, entonces habría un trabajo por re-presentar en un acto escolar, que supondría un revisar los sentidos que se anudan a los símbolos como si fueran algo que se da naturalmente y no como disputas de sentido cargadas de cuestiones políticas y sociales.
No hay nada natural ni esencial ni en la bandera ni en la patria. La identidad nacional es una permanente, inacabada, pospuesta ilusión, que no por ilusoria es menos real. Qué sea esa identidad no es una pregunta por su esencia o por su naturaleza, como si hubiera algo inmanente y trascendente, sino una pregunta por cómo la simple enunciación de esa identidad es una estrategia de poder: a quiénes sirve hablar hoy de una identidad nacional, para qué se lo dice, desde dónde, qué se quiere lograr.
¿Qué es la argentinidad sino un conjunto de discursos en disputa, una contienda de sentidos y proyectos? Esto es lo que podría representarse en un acto para no acomodar a los espectadores a una versión inocente o ingenua de la nacionalidad. Con seguridad que los aprendizajes serían otros, y que el acto escolar sería una apuesta pedagógica, que en el mejor de los casos nos serviría para cuestionar lo ya dicho, lo naturalizado.

Creemos que, como futuros trabajadores de la educación, que indefectiblemente nos vamos a encontrar con el desafío de organizar varios actos escolares a lo largo de nuestro trabajo en las escuelas, deberíamos poner quizá más energías en buscar creativamente cómo representar escenas que movilicen, que conmuevan, que interesen y que hagan pensar en qué nos une como comunidad. Pueden ser alegres o serios, dependiendo de la ocasión. Pero lo deseable es que no sean banales, vacíos de sentido, y que, en tanto rituales, no pierdan jamás la capacidad de conmover.