jueves, 15 de agosto de 2013

Noche

Sentada como cada viernes en las profundidades de aquel oscuro pub del centro de la ciudad, miré a mi alrededor como buscando en las caras de la gente algún mensaje, alguna respuesta para al menos uno de mis tantos interrogantes.
Siempre me gustó jugar un poco con las caras. Algunas muestran tanto de la historia de la persona y otras parecen como una gran muralla, un caparazón que busca esconder lo más posible. Estos últimos eran los que más llamaban mi atención. Quizá porque siempre me gustaron los acertijos, o tal vez porque son útiles a mi extraño masoquismo de inventarme a las personas como mis instintos me dicen que son (o mejor dicho, como a mi me gustaría que fueran), para darme cuenta (tarde, siempre tarde) que en realidad no todo es como a mi me parece.
Ese viernes en particular busqué entretenerme inventando posibles vidas, imaginando mundos posibles para alguna que otra de las personas que se encontraban en lugar. Y aunque era evidente que a muchos de ellos les molestaban mis miradas inquisidoras, eso ya no me importaba. 
Tomando los restos de mi quinto vaso de cerveza prendí un cigarrillo. Disfrutaba del exquisito placer de sentir que me iba matando lentamente.
En ese momento mis ojos cayeron sobre una chica que estaba sentada entre un grupo de jóvenes. Llamó mi atención su mirada, que parecía como perdida en las lejanías de algún remoto pensamiento que ni el más adiestrado adivino sería capas de deducir. La imagine pensando en extraños amores, en besos de Judas, en eróticas imágenes. Y me dije a mi misma que ni el mas entrenado de los militares sería capas de hacer hablar a aquella joven acerca de sus pensamientos.
Note que algunos de su grupo le hablaban y ella sonreía, charlaba… Los boludeaba, pensé. Ella era del tipo de los caparazones. No, más bien de las corazas, de los puentes levadizos que solo se abren a quien ella autoriza.
La imagine como reina de un gran castillo y también como una puta de los boulevares parisinos. Como estrella que iluminaba una pequeña, ínfima, parte del universo, y también como una guerrillera desapareciendo entre las aguas del mar argentino.
Y se me ocurrió pensar que, fuera lo que fuera, era innegable que su presencia no pasaba desapercibida. Es que hay personas con presencias que modifican un ambiente.  Unas hacen que todo parezca muy intenso, y otras apagan los lugares. Las personas somos como especies de químicos. Cierta persona con cierta persona resultan una cosa, y la misma con otra resultan una combinación diferente.
Hay transferencias en el aire que son más intensas (mucho más intensas) que el lenguaje. Algo así como una simbiosis media extraña. Como si cada persona tuviera receptores diferentes para los mensajes que el otro quiere mandarnos (porque es evidente que siempre estamos mandando mensajes), como un texto sin puntos ni comas en el que cada lector puede organizar las palabras de acuerdo a lo que quiera leer.  Como si el aire fuera un medio que comunica instintos, sentimientos, pasiones.
Aunque, me dije, lo más probable es que mi mente me esté fallando a estas alturas de la noche y con más de dos cervezas en el cuerpo.

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