“Ser uno mismo no
es solamente un fenómeno de reflexión filosófica sino que, desde siempre y ante
todo, es ser alguien que, en el entretejido de una vida real y concreta,
edifica su identidad a partir del reconocimiento del Otro, de los otros y de lo
otro, que de alguna manera lo constituyen: semejante a un artista que edifica
su obra en el quehacer de la temporalidad cotidiana.” (Paul Ricoeur: La poética
del sí-mismo, Marie-France Begué)
La noción de identidad es algo que
atraviesa a todas las personas. Todos en algún momento de nuestras vidas nos
preguntamos a nosotros mismos, ¿quién soy? ¿A quién nombro cuando me nombro a
mí mismo?
Desde la filosofía, cuando
definimos la identidad decimos que es aquello que hace que un ente sea lo que
es, y no otra cosa. Es decir, ¿qué es lo qué me hace ser quién soy y no otra
persona? Ese “algo” indefinido que me hace ser quién soy, ¿es algo permanente e
inmutable, que se mantiene siempre igual a través del tiempo? ¿O es la
identidad, más bien, un continuo cambio que no nos brinda posibilidad alguna de
establecernos como entes fijos?
Si aceptamos, con Heráclito, que “uno
no se baña dos veces en un mismo río”, estamos asumiendo la idea de que no
hay nada en nosotros mismos que nos lleve a afirmar que somos, sino que
estamos siendo en un constante flujo de identidades, que no hay nada estable en
cada uno de nosotros, sino que somos en constante cambio: a cada momento vamos
siendo otro.
De ser así, podemos preguntarnos:
¿será cuestión de que cada uno elija la identidad que quiere? Si puedo ser otro
todo el tiempo, ¿puedo elegir quién ser?
El gran dilema que esto nos
plantea es que en la sociedad actual si no sabemos quiénes somos, no elegimos
quién ser, nos eligen. Y nos eligen desde los distintos poderes
hegemónicos, nos dicen qué consumir, qué hacer, qué pensar, a quién admirar.
Nos van eligiendo, nos van diciendo quiénes ser.
Entonces, ¿soy lo que quiero
ser o soy lo que otros necesitan que yo sea?
Para comenzar a delinear una idea
de lo que representa la identidad, debemos entonces tener en cuenta, en primer
lugar, que hay ciertos aspectos de nuestras vidas sobre los que no somos
capaces de influir. Hay ciertas condiciones históricas, culturales, sociales,
con las que nacemos. Estamos insertos en un espacio-tiempo, en un aquí y ahora
que conforma nuestro entorno personal y que delimita en ciertos aspectos
nuestra propia identidad.
Pero, sobre esa base, podemos
pensar la identidad como una narración. El "yo" de cada persona es
una narración, que se va construyendo en una interacción dialógica entre lo que
decimos acerca de nosotros mismos y lo que el otro dice acerca de mí. Porque ese
otro me permite romper las barreras de una identidad solipsista y abrirme al
cambio, y porque, así, yo soy en el otro, tanto como el otro es en mí.
Es decir que me construyo no solo
desde mi propia mirada sobre mí mismo, sino también sobre la mirada que el otro
imprime en mí. Pero no como algo fijo y estanco, sino como una rueda en
continuo movimiento y en interacciones reciprocas.
Y cabe mencionar que cuando
decimos "identidad" no nos referimos únicamente a personas
individuales, sino que también hablamos de colectivos de personas.
En este sentido, y pensando en el
este caso particular de nuestro país, podemos pensar: ¿de qué modo se ha construido
la identidad del colectivo nacional? O más bien, ¿de qué modo se ha construido
el relato nacional acerca de la identidad?
Estas preguntas cobran una
relevancia aun mayor si las pensamos en el marco de lo que fue la última
dictadura cívico-militar, donde la desaparición forzada de personas y el robo
de la identidad a cientos de bebés fue moneda corriente.
¿Somos, como nación, lo que
queremos ser? ¿O somos lo que nos vienen diciendo (imponiendo) desde hace más
de 35 años que seamos? ¿Qué narraciones se han construido en torno a las
identidades que nos faltan a todos?
De lo que se trata es de intentar brindarle
al otro la posibilidad de retomar el relato trunco de su propia vida, de
recuperar la verdadera narración y temporalidad de su identidad, de su vida, ni
más ni menos.
Si yo no puedo nombrarme a mí
mismo, porque desconozco mi propio relato, solo cuando el otro me nombra en mi
verdadero yo, puedo verme a mí mismo despojado de aquellas falsedades que cubrían
mi relato sobre mí, y nombrarme como un ser verdadero.
Cuando veo a una rosa, y no la
llamo por su nombre, no es más que una flor cualquiera. Pero al decir "esto
es una rosa", estoy nombrándola, devolviéndole su ser, y con él todo
lo que acompaña a la rosa: su perfume, su tersura, su color.
Hay muchas personas esperando ser
nombradas para recuperar su identidad. Y como sociedad debemos aportar en lo
que podamos para que puedan hacerlo. Por dos razones fundamentales. En primer
lugar porque hay en la identidad colectiva un gran agujero existencial, un
vacío que aún no hemos logrado llenar, y que nos impide construir una verdadera
identidad nacional. Y en segundo lugar, porque si el otro no es, si no conoce
su identidad, entonces yo tampoco soy, porque mi identidad también se construye
en y junto con la de ese otro a la que sistemáticamente se la han negado.
Un
gran pensador del siglo XX, Jean Paul Sartre, dijo: “Lo importante no es lo que
han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Elijamos quienes ser, desde lo que han
hecho de nosotros. Elijamos el país que queremos ser, recuperando la identidad
de aquellos que hasta hoy nos faltan, porque han hecho que nos falten.
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